09 septiembre 2011

Bunbury. Elogio del artista fronterizo


“Como la voz de un niño perdido aullando en el viento” 

L. M. Panero   El día en que se acaba la canción
Cristianos en el infierno, libertarios sin bandera, mujeres a gritos, hemorragia de indignados contra viento y marea, se congregan, en huracán ambulante y festivo, a la espalda mojada de un rincón cualquiera,  para asomarse otra vez  a las canciones del hombre delgado. El guardián esconde su odio. Resentimiento. Las emociones fluyen, el silencio se abre. Todos forasteros, huérfanos todos de una Ítaca irrenunciable, patrimonio único de una Humanidad siempre cercada, frente a los otros, frente a nosotros mismos, en las aguas oscuras del Mercader de mil caras.

Es la exclusión del amor y el goce lo que funda el Mercado, pero el hombre delgado paga su mordida y el Amo le permite desairar con su imagen los clichés identitarios, políticos, sexuales, en los que la Muerte disuelve la Diferencia que preferiría no ser sino un punto de cruce. Héroe por siempre del silencio, es decir, de la música; bronco y delicado; cultivado de rock duro; respetuoso provocador de  voz airada, boxer de uñas pintadas y pelo ensortijado; rostro adolescente, timbre adulto; tarnished angel de elegancia que inquieta ya lo justo; inflexible frente a una muy precisa ética artística, que ha logrado imponer sin deformar. Entre dos tierras. En los márgenes sospechosos de la púdica izquierda, de la derecha hedonista, su música prueba que todo arte es erotismo: afirmación lúdica de la vida frente a  lo intolerable.

En sus andares - todo dandy es un caminar clandestino - se mueve, íntimo y nómada, un felino arrogante, solitario siempre, burlón, compasivo, seductor. Tierno para con el sapo a quien los cielos vuelven el rostro; esquivo para con el verdugo que establece el juego. Profunda tristeza.

El hombre delgado, con un pie sobre la tumba del padre, metaforiza y canta, escribe la realidad atroz del gran Mercado en que el Abyecto ha logrado reabsorberlo todo, y consigue hacer algo con la Muerte: nunca maquillarla, como el fiel sirviente, sino transfigurarla, aunque para ello sea a veces necesario asustar un poco. Porque es necesario responder al estado de las cosas y señalar el abismo inhabitable donde el crimen de amar y el saber del esclavo alumbran lo que pudiera existir.

A veces, la exuberante, febril embriaguez corsaria, de un malévolo Peter Punk de doce años, arrojando, animal electrificado, sobre el público las teas encendidas del deseo que sólo niega, la música circense de la vida, cuando la vida se torna invivible. Cabaret en llamas del hijo sin cabeza.

Náufrago melancólico, a veces, de los desastres en que la guerra de sexos sumerge desde siempre a hombres y mujeres, el hombre delgado nos recuerda la  dislocación y el  exilio en el corazón sombrío de lo humano, cuyo olvido arrastra lo peor.

Melancólico o corsario, dotado siempre de una cierta crueldad  filosófica, del coraje para desplegarla, el hombre delgado en pie de guerra, ha escuchado al loco y al tirano y canta, sin miedo, que, al Sur de las cosas, otros mundos son, debieran ser, posibles, sin encantamientos.


Fuente | Trans-parente


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